
Pista forestal que parte desde el puerto de Navafría (1.773 mts), en el límite de las provincias de Segovia y Madrid. FOTOS: R.C.
El último libro que publicó en vida Ángel González fue Otoño y otras luces (2001). En sus versos, el poeta asturiano elogiaba la mezcla de silencio y de vigor que irradia esta estación y la sensación luminosa que uno siente, paradójicamente, con el crepitar de las hojas secas y amarillas con las que el calendario va agotando sus días.
Vuelta a la rutina. Clima suave. Explosión de sugerencias que invitan a salir de casa. Octubre es un mes propicio para recogerse, lejos de la cólera del verano y de la indolencia del invierno. Y el tiempo es la sustancia de la vida, así que desperdiciarlo acaba siendo una manera como otra de suicidarse. Quien no ama la vida, no la merece.
Creo que otoño es la mejor época del año para disfrutar de ciudades como Madrid o Guadalajara, allí donde la Castilla cerealista se empeña en extender el verano, pero también para acercarse al campo. La siega deja paso a la vendimia, mientras las temperaturas comienzan a desprender el olor de los leños, la chimenea y los refugios nevados.
Estrenar este tiempo en el puerto de Navafría, en la linde entre Segovia y Madrid, es una opción aconsejable. A 1.773 metros de altitud, las preocupaciones se observan con un punto de hastío y de pereza. El lugar está accesible, a poco más de cien kilómetros de la capital y el entorno invita solazarse en la inmensidad de los pinares que circundan ambas provincias. Es un terreno idóneo para caminar, para montar en bicicleta o, dadas las fechas en las que estamos, para calzarse una buena cesta de boletus.
El acceso es fácil. Desde Madrid se puede llegar por dos vías: bien por la A-1 hasta la salida de Santo Tomé del Puerto, que permite incorporarse a la N-110 en sentido Segovia; o bien por Rascafría y el valle del Lozoya, un camino más entretenido en las vistas aunque menos rápido.
El puerto de Navafría, anclado en la sierra de Guadarrama, separa los municipios de Lozoya en la Comunidad de Madrid y los segovianos de Aldealengua de Pedraza y Navafría. La subida al puerto está salpicada por unas vistas maravillosas de la sierra madrileña y del embalse de Pinilla. Una vez en la cumbre, el paraje supone un festín para los seteros y también para quienes consideramos que pasear entre pinares es una de las mejores cosas que uno puede hacer en este mundo.
Desde el puerto comienza la ruta al pico del Nevero, también conocido como Collado de Quebrantaherraduras. Situado a 2.209 metros de altitud, es la montaña más alta de los Montes Carpetanos, en las estribaciones de la sierra de Guadarrama. A los pies de este pico, por cierto, se extiende el pinar de Navafría, en el que funciona una estación de esquí con dos pistas de 10 kilómetros de longitud. Otro aliciente invernal.
Hay varias pistas forestales que parten desde el puerto de Navafría. Todas son recomendables, aunque el senderista debe valorar la dificultad y, sobre todo, la extensión de cada una. En octubre aún no han caído los primeros copos y la temperatura sigue siendo sostenible, pero el escenario mantiene incólume el perfil que trazó Machado, precisamente, también cuando cantaba al otoño: “Una larga carretera/entre grises peñascales,/ y alguna humilde pradera/donde pacen negros toros. Zarzas, malezas, jarales”.
La ruta entre el puerto de Navafría y el pico del Nevero es la ruta clásica de la zona, con la salida y final en el primero. Tiene 6,5 kilómetros y se puede hacer en poco más de dos horas. Parte de un camino a pocos metros del puerto. El camino (más bien cortafuegos) transcurre primero entre pinos hasta llegar a los llamados escarpes de Hoyo Grande. Ahí comienza una pequeña senda balizada con pequeños hitos que atraviesa el “Alto del Puerto” por el que se llega a la cima. Delante de nuestros ojos el valle del río Cega, la Cuerda Larga y la Bola del Mundo y el pico de Peñalara, además de la meseta castellana en el extremo norte. Una gozada para los sentidos.
A la vuelta merece la pena parar en Navafría, un pueblo de apenas 300 habitantes con casas de piedra remozadas y con pequeños huertos y praderas que alegran la vista. El mesón más conocido de este villa es Lobiche, un restaurante casero con una carta sin pretensiones en el que se cuida la materia prima. Sorprende, eso sí, la poca variedad de vinos de Ribera del Duero teniendo en cuenta la cercanía geográfica.
Además de las legumbres y los platos de matanza, Lobiche sobresale por los boletus –espléndidos, grandes, tiernísimos- y, sobre todo, por el cuchifrito, que hacen de una manera especial. Tras cortar la carne en pequeños trozos y freírlos con parsimonia, los vuelcan en otra sartén con el aceite hirviendo. Este paso es el que hace que la carne alcance un punto crujiente inigualable. El resultado es un cuchifrito con un sabor potente y una textura sedosa. Sencillamente extraordinario. Un plato para saborear también lentamente, al cobijo de un tinto de la Ribera.
Paisajes, paseos en compañía y una revalorización del silencio, tan cotizado en un tiempo en el que el ruido ahoga la información. Eso es para mí el otoño. Dejamos las viandas y volvemos a Ángel González:
“El otoño se acerca con muy poco ruido:
apagadas cigarras, unos grillos apenas,
defienden el reducto
de un verano obstinado en perpetuarse,
cuya suntuosa cola aún brilla hacia el oeste.
Se diría que aquí no pasa nada,
pero un silencio súbito ilumina el prodigio:
ha pasado
un ángel
que se llamaba luz, o fuego, o vida.
Y lo perdimos para siempre”.