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La ética periodística y el juramento de Hipócrates

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Roger Jiménez, durante su discurso de aceptación del III Premio Internacional de Periodismo Manu Leguineche, el pasado 13 de noviembre, en Brihuega. FOTO: R.C.

El pasado 13 de noviembre se entregó en Brihuega el tercer Premio Internacional de Periodismo ‘Manu Leguineche’ a Roger Jiménez, veterano  periodista de La Vanguardia y ex Defensor del Lector en este diario, en un acto bien ahormado por la Diputación de Guadalajara y la federación de periodistas de España (FAPE).

La recuperación de este galardón -creado en 2010 bajo la presidencia provincial de María Antonia Pérez León- y la creación de una cátedra en la Universidad de Alcalá dedicada especialmente a profundizar en la obra de Leguineche y a fomentar el reporterismo que él mismo contribuyó a difundir, suponen dos noticias excelentes tanto para el periodismo como para Guadalajara. Es de agradecer el compromiso pedagógico de la Universidad alcalaína, personalizado en Carmelo García Pérez (vicerrector del campus de Guadalajara); y también el nuevo talante del presidente de la Diputación, José Manuel Latre.

Los organizadores me invitaron a pronunciar un discurso de laudatio del premiado. Además de cumplir con el encargo, aproveché para reivindicar el periodismo libre y enardecer la ética profesional a través de las trayectorias tanto del premiado como de quien da nombre al premio.

En las siguientes líneas reproduzco íntegra mi intervención. Pido perdón por la extensión, pero creo que había algunas cosas que merecía la pena decirlas justo en ese momento: 

III Premio Internacional de Periodismo Cátedra Manu Leguineche
Brihuega, 13 de noviembre de 2015

Señor presidente de la Diputación de Guadalajara, señor delegado provincial de la Junta de Castilla-La Mancha, señor alcalde de Brihuega, presidenta de la FAPE, autoridades académicas, querida Rosa, amigos todos. Buenas tardes.

El periodista es gente que le cuenta a la gente lo que le pasa a la gente.

La frase de Eugenio Scalfari, fundador del diario italiano La Repubblica, era de uno de los aforismos de referencia de Manu Leguineche. Hoy nos sirve para enmarcar la labor profesional tanto del premiado, Roger Jiménez, como de quien da nombre a este galardón.

Acostumbrados a bregar con la tiranía de las audiencias, el lodazal de los confidenciales, las injerencias políticas en los medios públicos y el océano de las redes sociales, ejercer el periodismo se ha convertido en España en una profesión no tanto de riesgo como sí de hastío. Tal vez también de resignación.

Los efectos devastadores de la crisis económica, la debilidad de las empresas de comunicación, la asfixia de las grandes corporaciones y la censura zarandean a un oficio que sigue manteniéndose con vida gracias al vigor y la profesionalidad de quien aspira a seguir contándole cosas a la gente.

Reporteros de guerra, periodistas de investigación, profesionales especializados, plumillas de calle. Son los valladares destinados a evitar que se cumpla el augurio de tantos compañeros que, extrapolando la crisis de la prensa escrita a toda la profesión, pronostican el fin del periodismo tal como lo hemos conocido hasta ahora.

Cuando regresó de la última guerra de Irak, Manu Leguineche contaba que cubrir conflictos bélicos ya no era lo mismo que antes. El contacto humano se había estrechado y aquel espíritu entre prudente y aventurero que moldearon, entre otros, personajes como Marta Gelhorn o Ernie Pyle, había mutado en una especie de plató de televisión desenfocado por el estruendo de la CNN o la Fox.

Quizá algo similar ocurre ahora en el conjunto de la profesión. Digamos que hemos ganado en comodidad y en medios técnicos a cambio de enfriar el oficio, cuando no de desactivarlo.

Casi 11.000 periodistas han perdido su empleo en España desde 2007. A la sangría laboral se une la precariedad y la flaqueza singular de la prensa tradicional, incapaz de convertir su formidable éxito en internet en un modelo de negocio rentable y sostenible.

Manu Leguineche, Manu para todos, fue sensible a este panorama. Hasta sus últimos días mantuvo la mirada limpia que siempre caracterizó su trabajo. Pero tampoco dudó en contar la honda preocupación que vislumbraba en los jóvenes, a los que no dejaba de exigirles dos cosas: que leyeran cada día los periódicos y que invirtieran en sí mismos. El periodismo exige un aprendizaje continuo y, por tanto, la voluntad de cada uno resulta un alimento insustituible que no compensan ni las facultades ni ningún doctorado en Columbia. Ahormar una conciencia crítica de la función periodística es una consecuencia directa de este aprendizaje.

“No hay democracia sin prensa libre”. “No hay periodismo sin periodistas”. Son algunas de las frases hechas con las que los periodistas tratamos de combatir la zozobra actual. Remarcar la existencia de una prensa libre como uno de los pilares de la democracia constituye una obviedad. Escribir sobre obviedades genera casi siempre pereza, pero no por ello debe soslayarse porque, en tal caso, la zozobra se convertiría en orfandad.

El artículo 20 de la Constitución consagra la libertad de prensa y el derecho a la información. Todos los que nos dedicamos a este oficio sabemos que la realidad del día a día tiene mucho de prosaica y muy poco de lírica. Sin embargo, conscientes de los retos del futuro, la pregunta con la que los periódicos andan martilleándose desde que la recesión hizo mella estriba en averiguar la fórmula que permita recuperar el fulgor de antaño. Y no es una cuestión sólo de números. Aunque si los números no cuadran, la calidad informativa se resiente.

Octavio Paz escribió que un periodista puede ser cualquier cosa menos “un funcionario, un redentor social, un fundador de hospitales o de casas de refugio para desamparados, un apóstol de pescadores arrepentidos, un hierofante de culto a Júpiter Amón o un jefe de banda”.

La prensa fue siempre un producto de minorías cuya vocación principal es doble: informar e influir. Es imposible abordar esta tarea sin fuentes, pero también sin una visión nítida de la responsabilidad social del periodista. Esta es la razón principal que llevó a Manu Leguineche a convertirse en un referente del periodismo libre, riguroso, limpio y exento de cualquier tentación de mala praxis.

En 2008, durante la entrega a Manu del premio anual de EL MUNDO, el entonces director de este diario aseguró que “cuando un periodista hace bien su trabajo ya no es sólo un periodista, sino todos los periodistas. No es la voz de un periódico sino la del periodismo”.

La conciencia de la proyección de la labor periodística es una de las primeras exigencias que debe tener presente cualquier profesional, con independencia de su línea editorial, su credo político o su perfil personal.

Puede que la objetividad no exista. Quizá tampoco la imparcialidad. Sí existe la honradez y jugar limpio con el lector. La máxima del fundador de Le Monde –que Manu citaba con asiduidad- determina la carrera de quien hoy recibe el tercer premio internacional de Periodismo Manu Leguineche. Un galardón felizmente resucitado y que, por primera vez, se ha convocado asociado a la cátedra de la Universidad de Alcalá consagrada al padre de la Tribu.

Roger Jiménez Monclús fue subdirector de La Vanguardia, además de corresponsal en el extranjero y defensor del lector también en el diario de los Godó. Sus méritos contribuyen a dar relumbrón a este premio. Graduado en periodismo por la Universidad de Navarra, Jiménez ha desarrollado su actividad profesional en diversos campos durante más de 40 años, la mitad de este periodo en agencias de información como EFE y Europa Press. También se encargó de la corresponsalía en Londres, ha sido profesor de Periodismo en la Universidad Autónoma de Barcelona y presidente de la Asociación de la Prensa de Barcelona.

Su esfuerzo en el ejercicio del defensor del lector, la reivindicación de la ética y la autorregulación en el periodismo y su peso en La Vanguardia son los tres méritos principales que el jurado quiso subrayar a la hora de concederle el galardón.

En su libro Contra la censura, Coetzee subraya el ahínco de los poderes por tapar sus zonas más tenebrosas y la “pasión por silenciar” –así titula uno de los epígrafes del libro-, que deriva de la obsesión de la política por dominar a la prensa. La porfía de un buen periodista consiste, precisamente, en aportar luz allí donde otros prefieren mantenerse a oscuras. Pero de poco sirve este afán si el periodista no mantiene incólumes los principios deontológicos de los que nunca debe abdicar.

Tanto Manu Leguineche como Roger Jiménez son exponentes mayúsculos de este empeño en España. Bajo las premisas de la solidaridad y la responsabilidad social que demanda el ejercicio del periodismo, ambos acreditan que la ética es un aspecto fundamental de la información. Es más: que sin ética no hay información fiable, ni rigurosa.

En el prólogo de uno de los libros de Roger Jiménez, el propio Manu advierte de la concentración de empresas informativas, y cómo este proceso engorda el periodismo de “cadena de montaje” y el “concepto del pensamiento único”. Se adquieren empresas para acumular poder y para hacer negocio, pero no para alimentar el periodismo. El mayor peligro reside, por tanto, en que esta tendencia agrave la pérdida de lectores y, sobre todo, la inercia de tratar la información como mera mercancía. Justo lo que hace muy pocos días denunció The New York Times en un reportaje demoledor en el que destapaba las impúdicas relaciones entre la prensa y los poderes en España.

“Sólo hay un camino hacia la ética profesional o la deontología: el juramento de Hipócrates del periodista, la búsqueda de la verdad, la aproximación a la verdad”, escribió Manu en 1993 en un texto dirigido a los jóvenes estudiantes.

Manu Leguineche fue un vasco tímido que viajó por el mundo con una intención noble: ir, ver y contar. Fue así como sació su vocación periodística para recalcar las cosas más sencillas y humanas en los grandes desastres del mundo.

Nunca estafó al lector, ni manipuló, ni se valió de trucos mercantiles. Y demostró la sagacidad suficiente para no deslizarse por la pendiente de las inclinaciones políticas, si bien no dudó en enfatizar su sensibilidad social y su honda preocupación por la naturaleza, por el entorno, por aquello que es fuente de vida.

“Siempre he dicho que una exclusiva no me compensa si hay que pasar por encima de los compañeros”, dijo en más de una ocasión.

Manu Leguineche simboliza una de las cimas del periodismo español. Lo tengo escrito en innumerables ocasiones y habrá que repetirlo tantas veces como sea necesario, especialmente, entre los jóvenes estudiantes de Periodismo y profesores universitarios obnubilados por el destello de tertulianos y otras especies que ahora salpican nuestro quehacer.

Reivindicar la figura del autor de La Tribu se ha convertido en un consenso entre toda la profesión, lo cual es coherente con el consenso que el propio Manu generó a lo largo de medio siglo de trayectoria profesional.

El periodista catalán Martí Gómez acostumbra a decir que el periodismo es como el sacerdocio: nunca hay descanso. Manu Leguineche es el paradigma de esta máxima. Siempre estaba pendiente de lo que sucedía, estuviera el foco a miles de kilómetros o en la tasca del pueblo. Igual se interesaba por la crisis en el Líbano que por un suceso en Cifuentes. Fue, el periodista total, inabarcable. El número uno.

En el infierno de Vietnam, en los cines de Bagdad, en los mercados de Damasco, con los guerrilleros sandinistas en Nicaragua, vendiendo píldoras en China, charlando con los jóvenes de la Revolución de los Claveles, en un crucero por el Volga o indagando en los sótanos de los años de la infamia. La clave de Manu es que, tal como escribió su maestro y colega Miguel Delibes, “bajo tus renglones subyacían la vida, la bondad y el amor que estaban dentro de ti”.

La talla profesional de Manu fue forjándose en torno a decenas de libros que cubrían conflictos y desastres. Buscó la noticia en las guerras, las revoluciones y los golpes de Estado. En cambio, la diferencia fundamental entre él y el resto de reporteros de guerra es que Manu siempre puso énfasis en la voz de los desfavorecidos, de las gentes sencillas que siguen yendo al mercado a comprar, aunque caigan bombas del cielo. La escuela de Manu alumbró una nutrida camada de corresponsales de guerra; y en esa escuela aún siguen reflejándose jóvenes reporteros, como Javier Espinosa (que también recibió este premio).

Los libros de viajes y el gran reportaje son las dos piezas maestras en las que Manu insertó su literatura. Para ello, se valió de una documentación exhaustiva, una preparación a fondo, un buen acopio de mapas y de libros, una actitud siempre dispuesta a absorber los pequeños detalles que dan sentido a una noticia y una sobredosis de sentido común para intentar entender la sinrazón de la guerra.

Esta es la fórmula que el periodista vasco reflejó en libros imprescindibles como Los palestinos atacan, Portugal, la revolución rota, La guerra de todos nosotros: Vietnam y Camboya o Yugoslavia kaputt. Su estilo consistía en contar un conflicto con precisión matemática, pero sin dejar de pisar la tierra. Es la misma técnica que aplicó también en sus reportajes en Televisión Española. La conjunción de su experiencia personal, que ha sido única, unida a su pasión por la historia y los viajes, dio como resultado 40 libros en los que abundó en capítulos tan densos de la historia como la 2ª Guerra Mundial o las revoluciones en América del Sur o más plácidos como Madre Volga o La tierra de Oz. Javier Reverte sostiene que salió al extranjero a narrar lo que pasaba, pero no con la pomposidad de los viejos cronistas, sino como un hombre al pie de la realidad.

Manu, todos lo sabéis, era tierno y bonachón en la distancia corta. Él mismo cultivó una imagen de bon vivant, amante de los Riojas, las chuletas de cordero y los habanos. Como diría él, algo de eso hay. Pero también leía todo, trabajaba a todas horas, se documentaba hasta la extenuación y no ahorraba esfuerzos a la hora de entregarse a su pasión por el periodismo.

Era perfeccionista, exigente y puntilloso en el trabajo. Cuando le preguntaban por qué rechazó la dirección de varios diarios, siempre contestaba: “porque no sé mandar”. En realidad, sí sabía. Lo que buscaba era librarse del yugo de las redacciones. Manu fue un periodista humilde que decidió supurar la herida de las miserias del mundo volviendo al pueblo. Y para ello eligió Guadalajara.

En La Alcarria, bien lo sabéis en Brihuega, caló hondo. Quizá también por su propia manera de ser. A su etapa alcarreñista pertenecen los dos libros dedicados a Guadalajara: La felicidad de la tierra y El Club de los Faltos de Cariño. Dos hermosos y extraordinarios tratados de cultura y amistad. Dos dietarios rurales de difícil clasificación que mezclan la bonhomía del autor, la sabiduría que dan los años y una prosa deliciosa.

En coherencia con su estilo, en este tramo de sus escritos Manu incide de manera especial en los personajes más humildes. Si en las guerras se fija en los desheredados de la fortuna, aquí en los lugareños anónimos, pero con muchas cosas que contar: Jesús, su jardinero; Gregorio, el hombre que adivinaba el tiempo en Atanzón, los hermanos Tejero de Cañizar. En El Club de los Faltos de Cariño –un título que busca el guiño del lector porque a Manu nunca le faltó cariño- añade además una dosis de lúcido pensamiento y de hondura filosófica cuajada en su propia experiencia y en las innumerables lecturas que él sazonaba en sus textos como desencadenante natural y nunca impostado.

Pero la contribución de Manu a Guadalajara no se quedó en los libros. El nombre de la provincia apareció siempre asociado a Leguineche desde que decidió instalarse aquí a mediados de los ochenta. No había entrevista ni artículo que abordara su labor en los que el nombre de Brihuega se colara como sinónimo de felicidad, de armonía, de tierra de acogida, de sencillez y de bienestar.

Manu parió la idea del Museo del Viaje a la Alcarria, frenó en seco –intercediendo incluso ante el Gobierno- la construcción de una cárcel en Torija, presentó libros, apadrinó a periodistas y escritores locales, dio conferencias y ayudó a traer a personajes relevantes al Jardín de la Alcarria. Pero, sobre todo, tejió un microcosmos humano que, desde entonces, pasó a formar parte de su vida y de producción literaria.

Si Cela insertó el mapa alcarreño en la escritura de viajes, Leguineche se encargó de darle alma a ras de suelo. Manu no viajó por la Alcarria. Manu se convirtió en la Alcarria.

Por eso no es desajustado calificarle como  un aldeano global de Guernica pero también de Brihuega, una villa a la que siempre definía como “capital mundial del silencio”.

Manu recibió los principales premios a los que un periodista puede aspirar en España y, durante sus últimos años de vida, decenas de homenajes de la profesión. Hace ya más de un año y medio que nos dejó, pero su ausencia no mitiga el recuerdo.

Ha llegado la hora de reconocer la impronta de su figura en Guadalajara en toda su extensión y con el merecimiento adecuado.

El legado de Manu Leguineche no puede ceñirse a las páginas ya amarillentas de los periódicos en los que publicó y a una retahíla de libros desclasificados. Reeditar sus libros y glosar su figura supone un tributo permanente que la profesión periodística no puede descuidar. La puesta en valor del legado de Manu debe pivotar precisamente desde aquí, desde Brihuega. Y, en ese objetivo, conviene no escatimar energías.

La recuperación de este galardón, la puesta en marcha de la cátedra Manu Leguineche en la Universidad de Alcalá y la reciente reedición de La Felicidad de la Tierra son extraordinarias noticias que ayudan a mantener viva la obra y la persona de quien fue nuestro maestro y amigo.

A Manu no le gustaban los elogios, ni las solemnidades, ni los homenajes, ni las parafernalias de ningún tipo. Era feliz delante de un puchero en una mesa con un mantel a cuadros. Pero la vigencia de su trabajo es una exigencia que reclama atención de las administraciones públicas, de la profesión periodística, de todos.

Sería un pecado imperdonable que las nuevas generaciones de periodistas no pudieran leer a Manu porque sus libros ya no se encuentran disponibles. De igual manera, sería un pecado que en Guadalajara y, particularmente en Brihuega, no se encontrara la fórmula adecuada para impulsar un centro de actividad que, de forma constante y ordenada, vuelque su empeño en la difusión del legado de Manu Leguineche.

Manu dio mucho al periodismo y también a esta tierra. No debemos olvidarlo nunca. Ni los periodistas, ni los que somos de esta tierra.

Preparando esta intervención, rescaté hace unos días una entrevista que le hicieron a Roger Jiménez en la revista del Colegio de Periodistas de Cataluña. Allí decía nuestro premiado que, en estos tiempos de crisis, el sector necesita más que nunca periodistas bien preparados, lúcidos y honrados. Necesita “la libertad –cito textualmente- para escribir en democracia y sin censura, pero también para iluminar sombras, denunciar injusticias y delitos de los poderosos, quebrar los tabúes, evitar el sectarismo, no caer en la trampa de servirse de la página editorial como arma arrojadiza para intereses que no son los del lector, para ventilar disputas personales”.

La respuesta, por tanto, está en el rigor, el vigor, la firmeza y la humildad. No se me ocurren mejores calificativos para honrar la labor que desempeñó Manu y también la de quien hoy recibe su galardón.

Abrazar los principios deontológicos es la única garantía para que los periodistas hagamos bien nuestro trabajo. Albert Camus defendió en El periodista crítico que una de las principales tareas de un periodista era la de ejercer de defensor del ciudadano frente los abusos del poder, además de iluminar las vergüenzas que habitualmente tratan de ocultar los políticos. Y añadía: «Desde luego, el amor por la verdad no impide tomar partido… pero, en esto como en lo demás, hay que encontrar un cierto tono sin el cual todo se desvaloriza”.

No hay periodismo sin periodistas, como tampoco hay periodismo sin ética. Un periodismo sin ética es algo que no podemos identificar como tal. Por eso merece la pena siempre regresar al legado de Manu Leguineche y por eso supone una satisfacción reconocer el trabajo y la integridad personal de profesionales de trayectoria intachable como Roger Jiménez.

Nada ni nadie podrá tumbar nunca al periodismo mientras sigan existiendo periodistas indomables.

Muchas gracias.


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