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Madrid de soslayo: Corpus Barga

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Convencido de que una gran ciudad es la cabeza de un tronco, que es una nación, especialmente si es una nación de la vieja Europa, Corpus Barga indagó en las entrañas de Madrid con la misma pericia con la que ya había pisado los rincones de París, Berlín o Roma, capitales a las que estuvo destinado como corresponsal. Escribió en El País, El Radical, El Sol y la Revista de Occidente. Gran parte de su legado fue compilado en 2009 por el Santander en Periodismo y literatura, y merece la pena releer Los pasos contados. Pero sus Paseos por Madrid son también un recomendable itinerario por una ciudad que, en parte, aún palpita, y que cobra especial interés en la medida en que los textos que conforman este volumen editado por Alianza están escritos en vísperas de la proclamación de la República. Este año se cumplen 40 desde la muerte de Andrés García de Barga y Gómez de la Serna, conocido por el seudónimo Corpus Barga, y la efeméride nos sirve de subterfugio para volver a su figura. Uno de los periodistas insignes y tal vez más desconocidos de los años de la República.

Natural de Madrid, aunque profundo conocedor de América Latina, Corpus Barga se declaró un hombre de ciudad. “Quiero decir –matizó-, de café y de tranvía; vivo entre cosas movibles y pasajeras; no tengo el eterno espectáculo de los campos, sino la visión vertiginosa y chocante del tráfago del arroyo”. El escritor consideraba la gran ciudad una creación de un ser tan cómico como es el hombre. Consideraba que Madrid había sido elegida capital por la monarquía, precisamente, por su carácter indeterminado y por carecer del poso histórico y la personalidad de Sevilla, Valladolid, Toledo o Barcelona. Pero en 1931 lo que primaba en el autor es la descripción de una ciudad en crecimiento, un lugar que empezaba a dejar de ser el viejo poblachón manchego del que habló Azorín. Corpus definió a Madrid como un campo de batalla, asaeteada por barricadas, obras y derribos. “Los taxis de 40 céntimos meten más ruido que los tanques. Suenan timbres y voces de mando para dirigir la circulación”. ¿Qué hubiera escrito hoy?

La narración matritense de Corpus Barga no es empalagosa, ni épica, ni soporífera. Es decir, no se parece en nada a Mesonero Romanos, ni a Galdós, ni a Agustín de Foxá. Escribe sencillo y rasga la ironía con las dosis necesarias de quien exhibe una pluma aseada, pero no privilegiada. Consideraba el lugar más hermoso de la ciudad el Cuartel de la Montaña (“la garra piojosa que la monarquía puso en el mejor sitio de la capital”), aunque la vista más bella de Madrid era para él la que pintó Goya como fondo de la pradera de San Isidro. “Madrid es la ciudad de los cerros, como Roma es la ciudad de las colinas. Y la verdadera corona es el Palacio Real, que parece una joya”, precisó.

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Corpus Barga en los años 50. Foto: El Mundo.

En su opinión, toda la belleza de Madrid se concentraba en sus plazas: “Las calles son feas. Los paseos, hermosos. Los parques, elegantes. La circulación en las calles es ya más perezosa que en las venas (…) las plazas son aún lugares de ocio. Son las curvas sensuales de la ciudad. La Plaza Mayor es austríaca. La de Oriente, borbónica. La Puerta del Sol tiene todavía el aire de la Restauración y la Regencia. Puerta Cerrada es de Galdós. La Puerta de Atocha es de Blasco Ibáñez. La de Isabel II es de Valle-Inclán. La de Cuatro Caminos, de Pío Baroja. Las Vistillas son de ‘Azorín”. Ahí distingue el autor entre la castellanía de las plazas de las Descalzas y el perfil europeo de las plazas de Recoletos y el Prado, aunque considera que “la más madrileña” es la de Celenque. Corpus se detiene en la Gran Vía -“la mejor escuela de errores de Urbanismo y Arquitectura. No hay por dónde tomarla-, en el “cursilito” barrio de Salamanca y en la miseria y pordiosería de los barrios populares. También abunda en el lenguaje de quien define como “buen madrileño”, un habla esotérico, lleno de alusiones y de metáforas que, según decía, es preciso interpretar; y envió un recado que sigue vigente en el debate urbano: “sustituir los emblemas y los nombres cuando no está absolutamente indicado es lo contrario del espíritu verdaderamente revolucionario, es garrulería”.

El retrato que Corpus traza de Madrid no es cruel, pero tampoco está exento de crítica. A su juicio, las calles y las plazas, los parques y los alrededores de una ciudad son escuelas públicas de ciudadanía. Por eso adoraba la Casa de Campo, fina y montaraz a la vez, el gran regalo de la República a la capital, y por eso se preguntaba “cuándo se cuidarán en Madrid los detalles públicos, que son capitales. Sería tan fácil hacer bien tantas cosas. Sólo se necesita hacerlas con gusto, con atención”. Madrid es una Roma sin grandeza, decía. Madrid es un cerro, un monte y un yermo. Pero la reivindicación sobre su estado de conservación y su nivel de bienestar parece resistir el paso de los años. O sea, que seguimos hoy con la misma monserga que anteayer.

España es, según su criterio, una de las tierras en donde la pobreza tiene gracia. Quizá por ello en un libro dedicado enteramente a Madrid dedica un espacio al elogio y la sátira del paleto, el sabor aldeano de los Madriles y el clasicismo –más bien la ordinariez- de lo que aún ahora pretende hacerse pasar por castizo y tradicional. Es decir, rancio. El caso es que en este capítulo aparece Guadalajara, en concreto, la figura del mielero alcarreño que pululaba por las calles del Madrid escuálido y popular de principios del siglo XX. Escribe Corpus:

“Es un tipo de ‘Azorín’; es un tipo de pueblo. “¡Miel de la Alcarria, miel!”, va gritando por las calles de los barrios bajos; va con su gorra, su manta, su orza, su blusa, su pantalón de pana y sus alpargatas. Es el paleto ambulante. El paleto es algo de lo más madrileño de Madrid, como el meteco es algo de lo más parisiense de París y el turista algo de lo más romero de Roma. “¡Miel de la Alcarria, miel!” Y pasa un carro de arrieros con las mulas en reata. Y está atrancando un carro de leña, tirado por bueyes. ¡Cuánto sabor aldeano tienen los Madriles! Todavía la taberna madrileña es una taberna de pueblo. ¡Si el bar de la esquina, tan chulo, está ya casi conquistado por el paleto! Lo popular de Madrid es más bien un matón de pueblo: la violencia suele tener el mismo carácter que la política. “¡Miel de la Alcarria, miel!” Y sin necesidad de ser un Proust, piensa uno en los campos alcarreños, en el sol, en la abeja de Italia; y piensa uno también en el pueblo morisco –Guadalajara, Horche- con sus jarkas y sus marrulleros. “¡Miel de la Alcarria, miel!” En fin, que no sabe uno si pensar en Virgilio o en el conde de Romanones”.

Caída la monarquía, los artículos del autor recopilados en Paseos por Madrid, como los publicados en Crisol y Luz, están pergeñados en el incipiente Madrid republicano. Un tiempo en el que España estaba echando dientes nuevos y en la que se estaba formando una nueva sociedad salida del pueblo, “una mesocracia, una sociedad socialdemócrata y quién sabe si nazi”. Un país agrícola, escasamente industrial, con un analfabetismo galopante y una reforma agraria a prueba de condes sevillanos. Hasta que estalló la guerra y el proyecto intelectual que encarnaba la República se vino abajo. Corpus se exilió a Francia en compañía de Machado, al que vio morir en Collioure. Su republicanismo lo pagó con el exilio. En 1948 recaló en Lima. Tras la contienda, el autor hizo dos viajes a España, en 1963 y 1970. Entonces, después de tantos años de ausencia, recordará “el cielo alto, la luz clara y el hálito en Castilla”.


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