A eso de las ocho de la mañana comenzó a sonar el móvil con insistencia. Primero madre, después un compañero, al cabo de pocos minutos la jefa del periódico. No sabía lo que acababa de pasar en Atocha, aunque algo se barruntaba en el ambiente seco y huidizo de Avenida de América. No era el frenesí de una mañana cualquiera, y las noticias empezaron a correr de inmediato. Incertidumbre, dudas, nervios. La radio pespunteaba la magnitud de las explosiones, mientras el autobús arrancó hacia Guadalajara. Tardó dos horas más de lo normal, entre atascos y controles de la policía.
En Madrid se desataba el infierno, pero en Guadalajara la calma era casi total. La estación de Cercanías estaba semivacía, si bien el parte oficial hablaba ya de una víctima de la ciudad: Guillermo Senent, de 23 años. La organización de la Feria Apícola confirmó su suspensión y el hospital preparaba un dispositivo especial.
La tragedia llegó un jueves, así que en la redacción de Guadalajara Dos Mil tocaba día de cierre. Apenas tratábamos de avanzar algo entre la desinformación cuando las fuentes oficiales empezaron a hablar de casi cien fallecidos y un “número indeterminado” de heridos. El calado del horror era ya inédito. A partir de las doce del mediodía empezaron las cábalas sobre la autoría. Fue el compañero Manuel Bueno el primero que se cuestionó en alto: ¿y si no ha sido ETA? Creo que a Manolo le solté alguna sandez por respuesta, pero su pregunta pronto dejó de sonar a lunática. La hipótesis del yihadismo irrumpió con estrépito a partir de la negativa de un Otegi rotundo, pálido, casi demacrado.
A primera hora de la tarde regresé a Madrid. No hay palabras para describir el caos que vi. La estación de Atocha era una inmensa columna de humo y de espanto. Fui de los últimos en acceder a las inmediaciones de la estación en la calle Téllez porque, a partir de las cuatro de la tarde, la policía acordonó la zona y el perímetro se fijó en el espacio que hoy ocupa el monumento de homenaje a las víctimas. Familiares de los muertos, policías, efectivos de emergencias, ambulancias del Samur y, de frente, un reguero inabarcable de trenes devastados por la dinamita. Ruido, furia, desolación, templanza. Llamé a la redactora jefa del periódico y le conté lo que acababa de contemplar. La angustia estremece el doble si se pasa en silencio.
El paso de las horas rubricó las proporciones del averno. Ifema era una morgue de guardia, el ministro del Interior balbuceaba en televisión y Madrid se puso a prueba a sí misma. Sentarse al teclado a escribir se convirtió en un trabajo turbado, mucho más que azaroso. “Es imposible explicar un infierno así si no se vive de cerca, de verdad, no es una frase hecha, es que es así”, me contó luego un familiar muy cercano a una de las víctimas del atentado.
¿Por qué? Esa es la pregunta más importante para las víctimas. Lo era entonces y lo sigue siendo diez años después. No quién, ni cómo, ni cuándo, ni dónde, sino por qué. Por qué le ha tocado a mi padre, a mi niño, a mi primo, a mi amigo. Por qué aquel drama en el corazón obrero del Corredor.
El Pozo, Santa Eugenia, Puerta de Atocha. Las bombas en las vías entre Guadalajara y Madrid golpearon de lleno a la capital alcarreña. Aquella mañana aún no se sabía, pero al final acabaron siendo siete las víctimas de Guadalajara en la mayor matanza perpetrada en suelo europeo. Nuria Aparicio, María Fernández del Amo, José Gallardo Olmo, Miguel Ángel Prieto Humanes, David Santamaría, Eduardo Sanz y Guillermo Senent. A ellos hay que sumar Francisco Javier Torronteras, el miembro de los GEO muerto en la operación en la que se inmolaron cuatro terroristas islámicos en un piso de Leganés. En total, 192 muertos y 1.858 heridos.
Y no es baladí apuntar de nuevo sus nombres y apellidos. Hay que recordar sus identidades. Hay que invocar su recuerdo. Hay que reivindicar su dignidad. Porque, en caso contrario, corremos el riesgo de confundir lo políticamente inaceptable con lo éticamente inaceptable. Que la barbarie terrorista no nos impida ver la grandeza de quienes sufrieron sus efectos en primera persona. Benjamín Prado tiene un poema que dice así: “Recuerda todo eso. No escondas lo que sientes por miedo a ser frágil, como aquellos que por guardar tan bien lo que más les importa, lo pierden para siempre”.
Lo que vino después de aquella madrugada fatídica es bien conocido. La ignominia del Gobierno, la multitud echada a la calle (jamás vi una manifestación tan impresionante como la del 12-M en Guadalajara), la infame teoría de la conspiración, la sentencia de la Audiencia Nacional y una sensación extendida de que ni cuando nos golpean somos capaces de ponernos de acuerdo en este país. “¿De qué se ríen?”, inquirió Pilar Manjón a los diputados en la comisión de investigación del 11-M en el Congreso. Es la misma persona lúcida y sensata que el pasado domingo, durante un concierto de homenaje a las víctimas, recordaba que mirar al futuro no es lo mismo que olvidar.
El psiquiatra Carlos Castilla del Pino sostenía que “el organismo tiene vida, el sujeto biografía”. No es necesario explorar en los fondos de la psicología clínica para horadar aquellos vectores que conforman nuestra personalidad. La memoria es la caja negra de nuestra existencia. Y a ella nos entregamos con especial denuedo cuando sentimos la necesidad, y el alivio, de recordar todos aquellos pasajes que nos marcaron a fuego.
El 11 de marzo de 2004 es uno de estos pasajes y la redondez del aniversario acentúa el anhelo de memoria. También de sensibilidad y de afecto perenne hacia quienes hallaron la muerte entre traviesas y sollozos somnolientos. Víctimas del fanatismo, la crueldad y el desprecio a la condición humana. Víctimas de una sinrazón que, una década después, continúa sin cicatrizar.