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La utilidad de lo inútil

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Blanca Portillo interpretando el papel de Segismundo en ‘La vida es sueño’. Foto: Inaem

El mejor antídoto contra un golpe inesperado es vivir. Y para vivir es necesario abandonar las autopistas y despistarse por los caminos de tierra. Hay quien sostiene que perder el tiempo es un derecho humano. Solo lamento no tener más dinero para comprar más tiempo. El profesor italiano Nuccio Ordine, en su maravilloso librito La utilidad de lo inútil (Acantilado), abomina del mundo que nos rodea y propone volver a situar el foco en una serie de saberes como la literatura, la filosofía, el arte o la música: “no dan ningún beneficio, no producen ganancias, pero sirven para alimentar la mente, el espíritu y evitar la deshumanización de la humanidad”. Es una receta que sirve no solo como simple placebo frente a las desgracias, propias o ajenas, sino como instrumento esencial para ver el mundo con ojos de gran angular.

Uno necesita tiempo para encerrarse en sí mismo, para ordenar las ideas, para que las heridas cicatricen. Adoro los placeres sencillos. Tomar el aperitivo al sol de mediodía, tumbarme en el sofá una tarde entera engullendo libros y series americanas, escuchar el ruido  que hace el café cuando sube en la cafetera, leer el periódico un domingo por la mañana, comer con amigos que tienen conversación, el olor que desprende el campo después de una tormenta de primavera. “La dictadura del provecho ha alcanzado un poder que está fuera de cualquier límite”, advierte Ordine. Por eso hay que refugiarse en todo lo que no esté anclado en el utilitarismo.

Vivir para contarla. Lo dijo el gran Gabo y eso va a misa. No se trata solo del carpe diem de quien se recrea contando nubes, que tampoco es mal invento, sino en alimentar el desahogo de las cosas que nos hacen más agudos, más racionales, tal vez también más optimistas. Ordine cree que “el hombre moderno, que ya no tiene tiempo para detenerse en las cosas inútiles, está condenado a convertirse en una máquina sin alma”. Él lo plantea como un alegato en favor de la mejora de la enseñanza y los planes educativos, pero sirve también para el día a día, para la fugacidad de lo cotidiano, en la que muchas veces nos dejamos arrastrar por la misma ansia fútil y materialista.

Este domingo Madrid desbordaba vitalidad. El sol crepitaba en el hervidero de calles y el calor combatía con una cierta brisa de abril. Es un placer pasear por la ciudad sin un rumbo fijo. Dejarse llevar, observar el patio, volcarse hacia el interior pisando el exterior. Es fácil encontrar ahí la felicidad espiritual que reivindica el pensador italiano. Comer en un extremeño de Chueca, cruzar la Gran Vía, hojear y comprar libros en La Central, tomar un café en Tirso de Molina y cerrar el día en un teatro de Embajadores.

En el Pavón se exhibe la figura, cada vez más gigantesca, de Blanca Portillo. Una actriz portentosa que borda el papel de Segismundo en La vida es sueño. El clásico de Calderón de la Barca, escrito con una arquitectura literaria a prueba de cinco siglos, ha encontrado una sublime versión gracias al talento de Juan Mayorga y la dirección de Helena Pimenta, quien comanda la Compañía Nacional de Teatro Clásico. Es un montaje soberbio por el elenco de interpretaciones, la escenografía espectacular, la iluminación y la música que acompaña a unos diálogos que desgranan lo mollar de esta obra barroca.

Portillo es un huracán en el escenario cuando declama los monólogos de Segismundo. Esos soliloquios, brutales, descarnados, emotivos, vertebran un libro que continúa siendo esencial en la literatura castellana. La lucha de Segismundo en la corte de su padre, el rey Basilio. La ambición de poder y el cinismo. La violencia. El denuedo titánico entre la realidad y las quimeras. La rebelión del pueblo a la hora de defender a su rey legítimo. El humor de quien no tiene nada que perder. El vacío de un amor no correspondido. La prudencia de quien es capaz de aprender de los errores pasados.

Todos los temas que Calderón abordó en La vida es sueño siguen siendo actuales. De hecho, son intemporales porque nos transmiten una forma de afrontar la existencia en la que se reflejan los peores defectos, pero también las mejores virtudes que tiene cualquier ser humano. Quien quiera profundizar en el argumento puede hacerlo, por ejemplo, a través de la biblioteca virtual Cervantes, pero lo mejor es volver al clásico. Y solazarse, que es justo el asunto que ha motivado estas líneas escritas al vaivén de un día que pasará a la historia porque, precisamente, lo que buscaba era lo contrario.

Gracias a Segismundo sabemos que la vida es un frenesí, una ilusión, una sombra, una ficción, y el mayor bien es pequeño: que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son. Gracias a Segismundo sabemos que, ya sea el rico en su riqueza o el pobre que padece su miseria, lo cierto es que en el mundo todos sueñan lo que son, aunque ninguno lo entiende. Gracias a Segismundo sabemos que la vida está hecha de prisiones en las que podemos soñar estados más lisonjeros. Quizá en eso consiste el enigma de vivir.


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