El 27 de diciembre de 1953, César González-Ruano se acerca hasta el hogar de Azorín, en la madrileña calle de Zorrilla, a tiro de piedra del Congreso. En aquella casa que el periodista describe como alfonsina, tranquila y señora, González-Ruano entrevista al autor de Monóvar. De aquel encuentro surgió un diálogo que forma parte del libro Las palabras quedan (conversaciones) (Madrid, 1965), un compendio de casi 80 entrevistas a personajes destacados de la época. González-Ruano pregunta a Azorín si lee o relee. El escritor alicantino contesta: “Tal vez releo más que leo. Pero esto es también lectura y lectura nueva. Veo hoy, en libros de siempre, lo que no había visto antes”.
La editorial Minúscula, de Barcelona, editó en 2008 una joya que siempre conviene releer. Castilla y otras islas, obra del gijonés Jesús del Campo, es un relato vívido y pedagógico, esmaltado por una prosa sencilla, cautivadora, imantada. Un año antes ya había publicado Historia del mundo para rebeldes y sonámbulos, pero es en este pequeño volumen de apenas 200 páginas en el que despunta como un escritor de viajes formidable.
Desde Valladolid y el alto páramo castellano hasta la Mancha de Puerto Lápice, pasando por Zamora, Ávila, Burgos, Madrid, Soria, Segovia, Toledo y una breve incursión por Guadalajara. El autor traza un mapa castellano alejado del arquetipo y descubre detalles que pasan desapercibidos para la mayoría de los viajeros. Pasea, indaga, habla con lugareños, reflexiona en medio del silencio y la quietud de las llanuras y le encuentra algo inteligente incluso a la canícula de una tarde de agosto, entre melodías de una vihuela o de Bruce Springsteen.
“Castilla es un caserón espectral en el que bufones y ascetas y pintores y validos se tropiezan y cumplimentan sobre escaleras que llevan a corrales que llevan a pasillos que llevan a puertas falsas”. Jesús del Campo funde paisaje e historia, paisanaje y literatura, pretérito y presente. No es un texto barroco, ni ceremonial. Tampoco es una extrapolación de los males del país a través del paisaje cerealista, al modo de los escritores del 98. Es una relación sugerente del alma de esta tierra y una exhibición monumental de conocimientos de Historia, pero sin caer en la pedantería ni el dogmatismo.
“El vagabundeo es la única forma digna de recorrer Castilla; hay que dejarse llevar por los caminos en la seguridad de que siempre se llegará a alguna parte”, apunta el autor al comienzo del libro. Y este es el espíritu que emana en todas sus páginas en busca de rincones para subrayar: Urueña, la villa “camaleónica”; las torres de Ávila, tras las cuales la sierra tiene un delicado color azul que choca con la amarilla sequedad castellana”; la plaza Mayor de Madrid, “muy Habsburgo, como la de Salamanca es muy Borbón”; o una simple arboleda. “Los árboles en Castilla tienen la singularidad del lujo, son soldados dispersos y no un batallón compacto”, sostiene.
Según Del Campo, una de las funciones primeras del paisaje es la de seducir con mentiras cromáticas al viajero para así hacerle dar un paso más. Él no se deja engañar, pero resalta la belleza que observa. Se empapa del ascetismo que desprende el calor de Castilla y destaca que el otoño en este territorio, tan épico y desgarbado a un tiempo, es una forma enaltecida de tristeza.
Y no se olvida, claro, de las dos Castillas. En Almagro anota: “Es como si el sol fuera una uva joven y fresca en las provincias de la Castilla asociada a León, y ya madura y enrojecida por el tiempo en estas tierras de La Mancha. Es como si aquí sonaran con otro timbre ecos graves de decadencia que se desparraman sobre el paisaje, y lo inundan de sombras crepusculares de espadachines vencidos”.
El autor salta a Guadalajara por la raya de Soria en la sierra. Baja por la carretera de Miedes de Atienza (aunque no lo dice se intuye por la descripción que hace de la carretera estrecha y sinuosa que comunica ambas provincias en ese punto), entre una espesa niebla y escoltado por dos cuatro por cuatro de cazadores. “Los tejados de la tierra y el cielo parecen haber estado en reparación sin yo saberlo”, escribe. Y añade: “Me persigue la niebla hasta que llego a Atienza, de tal forma que solo puedo intuir la mole del castillo que domina la villa. (…) me siento recibido con un mensaje de ceñuda hosquedad que gradualmente se debilita según voy ascendiendo por una loma salpicada de pedruscos. Ante mí se rinde ahora la villa de Atienza, de tejados de un rojizo reseco y tímido, y muy apretados unos contra otros”.
Allí distingue la iglesia de Santa María del Rey, se detiene en la plaza de España, en la que ve “una fuente preciosa”, cruza el Arco de Arrebatacapas hasta la plaza del Trigo y escucha la música que destila una vivienda cercana a la iglesia de San Juan Bautista. También charla con don Agustín, el sacerdote, y después visita los museos del pueblo. Recuerda que el rey Alfonso se armó en las Navas para matar almohades gracias a que un grupo de hombres le salvó aquí el pellejo cuando era un crío, a propósito de la Caballada. Anota que el caballero bretón Bertrand DuGuesclin recibió el señorío de Atienza cuando quedaron solventadas las guerras entre Pedro y Enrique, y que el condestable Álvaro de Luna puso sitio a la villa cuando la tenía ocupada el rey navarro. Tampoco se olvida que el comunero Juan Bravo “presumiblemente nació aquí porque aquí desempeñaba su padre el empleo de alcaide. Recordar sus esfuerzos en Atienza es ver a un rey mirar a su alrededor para contemplar los pedregales de Desepeñaperros sabiendo que los miles de guerreros que le siguen han de decidir ese día si va a quedar abierta la llave del sur de España”.
Una de las principales virtudes de este trabajo –además de su lectura agradable- es la capacidad que tiene el escritor asturiano para extraer el jugo de cada rincón, escudriñar todos los elementos y ponerlos en relación con los sucesos históricos y con el presente. Patearse el país es siempre la mejor manera de conocernos a nosotros mismos.
Escribe Del Campo: “las ciudades son prolongaciones artificiales del suelo que las sostiene, y están rajadas por calles que reproducen a escala los misterios del laberinto. Tenemos la mirada demasiado herida, y por eso sabemos andar por ellas sin lamentar la condena de haber olvidado el lujo de perdernos detrás de cada esquina”.
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Castilla y otras islas
Jesús del Campo
Editorial Minúscula, 2008
200 págs.